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El Buen Libro Vuelve a Casa

Por: Alejandro Hernández Moreno

A finales de los años sesenta del siglo pasado, la filosofía era materia obligatoria en el pensum de los últimos cursos de la vida de colegio: lógica formal y gnoseología, epistemología, metafísica, ética, teodicea e historia de la filosofía se estudiaban desde tercero hasta sexto de bachillerato.

El rector de mi colegio, sacerdote del Seminario Conciliar de Bogotá, formado en la más estricta ortodoxia del pensamiento cristiano, defendía a ultranza y con vehemencia el dogma católico, la escolástica, el pensamiento de Santo Tomás de Aquino y, como es obvio, nunca estuvo dispuesto a dejar esas lecciones en manos de cualquiera. Siempre las impartía personalmente o, a lo sumo, delegaba la tarea en sacerdotes jesuitas o en otro que a él le ofreciera toda confianza en relación con su propio pensamiento filosófico y religioso.

El padre rector tenía una cultura muy vasta y hacía gala de sus conocimientos ante los alumnos. Desentrañaba con destreza la etimología de las palabras; era un experto en los grandes pensadores de la historia, de quienes refería sus anécdotas y hacía citas en latín y griego. Usaba mucho la tiza y el tablero y tenía como libro guía, no el único, pero sí el que más usaba, uno titulado Curso de Filosofía de A. Castex, editado por Ediciones Carlos Lohlé de Buenos Aires: nos lo mostraba con subrayados, notas al margen, líneas verticales que resaltan ciertos párrafos o flechas que remarcan y señalan algunos renglones… “Eso prueba que has estudiado un libro… y refleja tu personalidad”, decía. De él tomé la costumbre de rayar los libros y de marcar los párrafos con líneas y flechas.

El Curso de A. Castex parecía sencillo y didáctico. Estaba impreso en papel blanco; de pastas blandas, también blancas, con grandes letras rojas; constaba de más o menos 500 páginas y en varios capítulos contenía las materias enunciadas. Es decir, parecía ideal para los estudios del fin de bachillerato.

Yo me hice bachiller en 1970 y al año siguiente empecé a dictar clases de filosofía en un colegio nocturno del centro de Bogotá; en 1972, lo hice en el Liceo Aristotélico, en la calle 77 con carrera séptima, al norte de la ciudad. Para 1973, el padre me recomendó ante el doctor Francisco Javier Anaya, rector del Gimnasio Germán Peña, un colegio de clase media alta ubicado en la calle 74 con carrera 15. El profesor Anaya me acogió sin reparos y me permitió dictar filosofía en cuarto, quinto y sexto de bachillerato. Entonces, compartía las mañanas entre el Liceo y el Gimnasio. De cinco a seis de la tarde estudiaba italiano en el Instituto Colombo Italiano y de seis a diez de la noche, derecho  en la facultad nocturna de la Universidad La Gran Colombia.

Una noche, camino al paradero de las busetas de Cootransniza, que quedaba frente al Parque de Los Periodistas, vi exhibido en la vitrina de la Librería Lerner de la Avenida Jiménez el Curso de Filosofía de A. Castex: ahora creo que era fin de mes porque pude pagar por él la ingente suma de setecientos cincuenta pesos en cheque del Banco de Bogotá. Se convirtió en mi libro guía en ambos colegios y en todos los cursos. De modo que su uso permanente lo deterioró, lo descuadernó y le desprendió la carátula. Entonces, lo hice reparar. Le pusieron pastas duras de color verde y quedó como nuevo.

Algún día, uno de los estudiantes de cuarto bachillerato del Gimnasio Germán Peña, Edmundo Zúñiga para más señas, me lo pidió prestado porque quería tomar algunas notas y con el entusiasmo generoso del profesor joven que era, se lo entregué sin formalismos ni advertencias: al día siguiente me dijo que lo había dejado en su pupitre y que alguien se lo había robado.  ¡Nunca apareció!

Y empezó la búsqueda inane. Por muchos años, en muchas partes lo pregunté: librerías, tiendas de viejo, el mercado de las pulgas, pero nadie lo conocía siquiera. Cuando estuve en Buenos Aires con mi esposa lo buscamos, con resultados negativos, en todas las librerías de viejo que se nos cruzaron en la Avenida Corrientes. Hace pocos años, después de que ella terminó sus estudios de Maestría en la Universidad Javeriana, le pedí el favor de que consultara en la biblioteca y que lo pidiera prestado en caso de que lo encontrara: una noche llegó con él y me senté a repasarlo. Si bien tiene sellos de la Universidad y está empastado como los demás libros de la biblioteca, el color verde de sus pastas llamó mi atención y, además, percibí que me sentía muy a gusto con él; tenía algo que me era familiar: al pasar varias páginas encontré algunas líneas y flechas trazadas con tinta negra. Pensé con certeza que ese había sido mi libro. Así se lo comenté a Caro, pero, de todos modos, era obligatorio devolverlo: no es mi libro.

De vez en cuando lo preguntaba en el Centro Cultural del Libro, disperso entre las calles catorce y dieciséis y las carreras octava y novena en el centro de Bogotá, pero nadie lo conocía. Aun así, no me resignaba… ¿Por qué es imposible encontrar un libro que, al fin de cuentas, no es antiguo y debió ser texto de muchos estudiantes?, me preguntaba.

A principios de septiembre de este año, caminaba por el centro rumbo a un despacho judicial. Pasé por el frente de una casa grande donde hay una librería de usados llamada “Torre de Babel”. “Al regresar -me dije- arrimo y pregunto por el Curso de Filosofía de Castex”. Y así lo hice.

“Torre de Babel” ocupa una antigua casona republicana de cuatro pisos, reputada como la más bella de su época. Allí, en 1913, nació don Nicolás Gómez Dávila, reconocido filósofo colombiano cuyas obras fueron traducidas a varios idiomas. Su fachada está en regular estado y sus cuatro pisos están colmados de viejos libros en estantes adosados a las paredes. Más de doscientos cincuenta mil, dice la publicidad. En lo que quizás era el zaguán de la casa original, a la entrada de la calle y antes de la escalera, se encuentra una persona que pregunta al visitante por la obra que busca y ella, por un teléfono interno informa al personal de los pisos altos que, tal vez consulta en el sistema si la obra existe y, entonces, autoriza la entrada.

Subí y pregunté por mi Curso a un hombre de cabello blanco y contextura gruesa que estaba acomodado en un amplio sofá de cuero; le dije que llevaba muchos años en su búsqueda, pero negó con la cabeza; me extendió un papel para que le escribiera el nombre del autor y la editorial. Mientras eso hacía, le describí la carátula…  Pero en ese instante llegó un dependiente con el libro en la mano y se lo entregó. El del cabello blanco lo abrió, lo ojeó, me miró con cierta complicidad y me lo entregó. ¿Cuánto vale? le pregunté. Veinte, me contestó; y me indicó el lugar de la caja donde debía pagar para que me expidieran la factura.

Salí con él muy contento: lo miraba, lo hojeaba, lo repasaba, buscaba en el índice los temas que más me habían cautivado en nuestra época de docencia y vi en las primeras páginas dos sellos: uno dice Colegio Santa María y otro, Colegio de las Hermanas Benedictinas. En la margen izquierda de la portada interior, escrito a mano, “octubre 1968”. Le tomé una fotografía que le remití a mi esposa con el mensaje “¡por fín!”. Y, aunque de esa fecha se concluye que no es el que perdió Edmundo Zúñiga, me dije con íntima alegría: “el buen libro vuelve a casa”.

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